4/2/16

"Amores Enfermos"




Pablo Antonio Amín nació en 1983 en Tucumán (Argentina). Cuando era niño y
tomaba un curso de inglés, conoció a la que un día sería su esposa: María Marta
Arias, un año más joven que él. Años después, se reencontraron cuando ella era
estudiante de tercer año de Ciencias Económicas; para entonces se había vuelto
una chica callada y discreta. Pablo había sido cocainómano entre los dieciséis y los
veintiún años. Se hicieron novios. Pablo no se llevaba bien con los hermanos de
Marta, pero no les prestaba atención....



En 2005, Pablo pesaba 160 kilos, lo que unido a su estatura de dos metros, lo
convertía en un gigante imponente. Decidido a perder peso, según sus propias
declaraciones comenzó a consumir un famoso producto dietético: el polvo
Herbalife. En cuatro meses adelgazó cuarenta kilos, lo que terminó
convenciéndolo de que el célebre producto milagro era efectivo. Se volvió un
apasionado vendedor de la marca y su vida empezó a girar en torno al producto
adelgazante y tonificante. Manejaba un Citroen C3 y gustaba de viajar.
En julio de 2007, María Marta y Pablo se casaron en una iglesia santiagueña.
Habían jurado amarse y respetarse para toda la vida. Y luego, entre sonrisas y
mimos, se pusieron los anillos. Pero poco después un incidente nunca aclarado
enturbió la dicha conyugal: María Marta se tomó varias fotos desnuda, en actitud
lasciva, encima de una cama. Nunca se supo si las imágenes fueron captadas por
su esposo, por ella misma o por alguien más. El caso es que una copia de ellas fue
enviada por correo electrónico a muchos de los amigos de Pablo. Según una
versión, Amín se habría enterado de que María Marta hizo circular esas imágenes
entre sus conocidos y planeó vengarse.

El sábado 27 de octubre de 2007, la pareja había llegado de La Banda, Santiago
del Estero, a 200 kilómetros al sur de la capital tucumana. Se registraron en el
hotel Catalinas Park, ubicado en la Avenida Soldati nº 340, frente al Parque Nueve
de Julio; les dieron la habitación 514, en el quinto piso. María Marta no quería
viajar a Tucumán y fue el mismo Amín quien le insistió para que efectuaran la
travesía. Era obvio que había planificado sus acciones mientras se encontraban en
Santiago del Estero. Fueron al Hotel Tucumán Center, donde se celebraba una
reunión de vendedores de Herbalife. Habló sobre la preparación de un licuado y
los asistentes notaron que transpiraba mucho. Hacía calor. Al mediodía, Pablo
comenzó a gritar con los puños en alto, retando a pelear a otro vendedor: Luis
Bader, de quien sospechaba que quería robarle clientes. Pero estaba solo, tirando
golpes al aire. Bader nunca estuvo allí. Estuvo un buen rato con las manos arriba,
pidiendo, exigiendo, por el ausente Bader, hasta que llegó María Marta y lo
tranquilizó. Los vieron irse por una vereda angosta, entre los vendedores de
películas piratas y la gente que se bajaba a la calle para poder avanzar. Él iba
adelante, apurado y ella atrás a pasos largos, tironeándole la camisa. Buscaron su
auto. Luego dejaron el vehículo en una estación de servicio, y según diría Amín, a
partir de ese momento empezó a escuchar una voz interior que decía que alguien
lo quería matar. Era femenina: “Pablo, corre, que te van a matar”. Huyeron,
entonces, de esas amenazas virtuales durante más de dos horas, en taxis y
colectivos, pero terminaron a tres cuadras de donde habían empezado, en la
Iglesia Catedral, frente a la Plaza Independencia. Había sido un recorrido
incoherente. Estaban en las calles Congreso y 24 de Septiembre; eran las 17:15
horas. En la iglesia oficiaba el padre José. La rutina de los bautismos fue alterada
por la pareja, que le pidió la bendición y el bautismo de su unión. Se pusieron
adelante en la fila. “Padre, bautícenos”, pidió Amín. Y el párroco José Navarro le
indicó que esperara al costado. “Padre, necesito que nos bautice”, repitió y le hizo
señas al fotógrafo que esperaba el turno de uno de sus clientes. El cura,
sorprendido por aquella intromisión, le tocó el rostro y el fotógrafo Fabián
Amante disparó en el momento justo. Luego los buscó para venderles la imagen,
pero no los encontró. El sacerdote se desconcertó cuando Pablo tomó la jarra de
agua bendita y se la bebió de golpe. Varias personas vieron cuando Pablo corrió
en medio de los autos que circulaban por Laprida, mientras gritaba que lo querían
matar. Lo vieron perderse por esa calle y no entendieron qué estaba ocurriendo.
Pablo y María Marta se separaron cuando salieron de la Catedral. Ella se asustó
por el extraño comportamiento de su marido y fue a buscar a sus amigos. A las
18:00 horas, el policía Sergio Santander, de guardia en la Plaza Independencia,
pensaba en el ajetreo que le esperaba al otro día, con el operativo de seguridad
para las elecciones nacionales. Un hombre alto deambulaba por el paseo, como si
estuviera perdido. El agente de Patrulla Urbana intentó preguntarle quién era, si
conocía la ciudad o a quién podía llamar para atenderlo, pero las respuestas del
muchacho no eran coherentes. Decidió llevarlo a la base. Dijo llamarse Pablo
Amín, que vivía en Santiago del Estero y se encontraba en Tucumán para un
congreso zonal de vendedores de productos naturales. Fueron los datos claves
que pudieron entender los efectivos, ya que hablaba con ansiedad y con urgencia
de varios asuntos vinculados con su trabajo. Al igual que en la Catedral, otros
detalles del protagonista de esta historia también causaban extrañeza a los
guardias de la Patrulla Urbana. Mientras esperaba que lo buscaran pidió agua.
Pero cuando los agentes le acercaron un vaso, Amín ya había bebido de la llave.
Dio a entender que su problema era con su esposa. “Ella ya no me quiere. Me
quiere alejar de todos. No quiero hablar con mi esposa, no quiero hablar con mis
amigos. No confío en nadie”. Cerca de las 19:00 horas llegó María Marta. Unos
minutos después, Walter Cancino, un amigo en común, entró por la puerta de la
Patrulla Urbana. Ella le preguntó dónde había estacionado el Citroën C3 de la
empresa. Pablo le mostró una nota con una dirección de Banda del Río Salí. Luego
le pidió a Cancino que le acercara un envase de Herbalife y empezó a ofrecerles el
producto a los policías de la guardia, mientras esperaba la llegada del comisario.
Los agentes recordarían sus palabras: “Yo bajé con estos batidos cuarenta kilos.
En casa lo tomamos todos, mi mamá, mi mujer”. Fueron los primeros en
bautizarlo como Pablo "El Loco" Amín.
Después que Amín fue entregado a su esposa, la joven preguntaba si un policía los
podía acompañar hasta el lugar donde se encontraba el auto. Eran pasadas las
20:00 horas cuando ingresó el comisario inspector Luis Roberto Ibáñez. El jefe de
la unidad dialogó por separado con la pareja y con Cancino. Cuando charlaba con
el joven santiagueño, le llamaron la atención varios detalles, entre ellos que
hablaba sobre el producto que vendía como si estuviera drogado: su tono de voz
era muy acelerado. El oficial superior recomendó un examen en un hospital, a lo
que Amín se negó, bajo el argumento de que “allí me van a drogar”. Se le explicó
que era un requisito legal para que volviera con su esposa, y entonces aceptó.
Ibáñez hizo bajar el móvil de la Patrulla para trasladar al forastero hasta el
Hospital Padilla, junto con el sargento Abel Nieva y el agente Santander. María
Marta y Walter Cancino seguían al patrullero. Eran cerca de las 21:00 horas. En el
hospital, lo revisó un neurólogo. No encontró anomalías y dio la autorización para
que se retirara junto con su mujer y su amigo. Pablo fingió tropezar con una mesa
de instrumental quirúrgico y aprovechó para robar un bisturí, que escondió entre
sus ropas. Los agentes Nieva y Santander esperaron hasta que el trío salió de la
guardia. Mientras caminaban por el estacionamiento, escucharon que Amín le
decía a María Marta: “Quédate tranquila, mi amor. Cuando estemos descansando
te comento por qué me pongo así”. Regresaron entonces al hotel Catalinas Park,
donde los esperaba su fatal destino.
La noche ya había caído en Tucumán. Walter Cancino también se alojaba con su
mujer en el hotel Catalinas Park, propiedad de Catalina Lonac, cónsul croata y
mujer de Jorge Rocchia Ferro, ambos empresarios poderosos de la provincia
argentina. Poseían ingenios y estaciones de servicio. Compraron el Gran Hotel del
Tucumán, lo remodelaron y le cambiaron el nombre. La fachada del hotel estaba
iluminada desde abajo, lo que lo hacía alto, majestuoso y elegante. En el bar, en
planta baja, había un piano y cuadros costosos. Ahí conversaron la noche del
sábado Walter Cancino y su mujer, sobre lo extraño que había actuado Pablo.
Poco después apareció. “Pablo, ¿seguro que estás bien?”, le preguntó Cancino.
“Sí, sí. No te preocupes. Quiero ir a mi cuarto. No pasa nada”. Les confesó que
hacía cuatro noches que no dormía. No se le veía alterado, pero lo habían
escuchado hablar todo el tiempo en forma incoherente. Lo vieron subir junto con
su mujer en el ascensor, a quien dio un beso en la mejilla, tomados de la mano
hasta que se cerró la puerta. Fueron a la habitación 514. Allí, Pablo encendió el
televisor y el aire acondicionado. María Marta se quitó la falda corta y la blusa
verde, dobló las prendas y las dejó sobre la silla. Pablo se despojó del pantalón
oscuro y la camisa. Se acostaron desnudos, sin hablar, hasta que ella le dio la
espalda en la cama. “¿Por qué no fuiste a verme cuando estaba en la comisaría?”,
le preguntó entonces Pablo. “Walter me dijo que estabas enojado conmigo”,
respondió María Marta. “Mentira... ¿Por qué demoraron tanto en ir a buscarme al
hospital?” Y ella pronunció la frase lapidaria: “Porque te queríamos internar en un
manicomio, Pablo”.

Pablo se enfureció. Montó en cólera y se lanzó, con sus 120 kilos de peso, sobre el
pecho de la delgada María Marta y comenzó a estrangularla con las dos manos.
“Lo hice con toda mi fuerza”, declararía. Los huéspedes de las habitaciones
cercanas no escucharon gritos. María Marta se desmayó. Entonces, Pablo tomó el
bisturí que había robado en el Hospital Padilla y con precisión de cirujano, cortó el
perímetro del globo ocular derecho y, con cuidado de no dañarlo, lo tomó con los
dedos y lo arrancó. Lo mismo hizo con el ojo izquierdo y después los acomodó
sobre la cama, uno junto al otro. Luego introdujo la punta filosa en la vagina de su
mujer y giró la muñeca para un lado. Después para el otro. Una y otra vez. Cortó
un pedazo de carne de dos centímetros que quedó tirado sobre la alfombra. Le
hizo varios tajos en el ano, también en la frente y las mejillas, donde quince
minutos antes, cuando subían al ascensor, le había dado un beso.
"Los Ojos de su esposa"

Amín salió desnudo al pasillo del quinto piso, arrastrando a su agonizante mujer
de los cabellos. Se acercó al ascensor y apretó el botón. Luego fue a la habitación
513 y golpeó violentamente la puerta. Dejó manchas de sangre. De ahí arrastró el
cuerpo hasta la escalera y lo tiró por el hueco. En el cuarto piso dejó una mancha
grande, al caer y salpicar sangre. Ahí la volvió a tomarla del pelo y la arrastró otra
vez por las escaleras, descendiendo todo el tiempo, hasta el descanso entre el primer y el segundo piso, mientras pedía a gritos el ascensor. La señal del
elevador indicaba que alguien lo llamó del quinto piso. Pasaron dos minutos y se
escuchó un grito desesperado. El recepcionista Sergio Núñez dio un paso largo,
corrió por la escalera y se detuvo de repente, en el descanso entre el primer y el
segundo piso. Había visto algo. Se quedó inmóvil, petrificado. Pablo, desnudo,
estaba sentado en la espalda de su mujer, acostada en el suelo, también desnuda.
La tomó del cabello y estampó su cabeza contra el piso, en medio de un charco de
sangre. Lo hizo una y otra vez. La mujer no se quejaba. El recepcionista estaba
horrorizado. Acababa de ver el rostro de ella: no tenía los ojos. Había dos agujeros
negros y sangrantes donde deberían estar las esferas blancas con círculos azules.
El hombre miró al recepcionista y le gritó: “¡El ascensor, que la maté! ¡Maté a mi
mujer!” Y otra vez la golpeó contra el piso. El empleado del hotel cerró los ojos,
sintiendo que iba a desmayarse. Cuando pudo abrirlos, corrió al teléfono.
“¡Mándame el ascensor! ¡El ascensor, la puta madre!”, gritaba Pablo. La policía no
demoró más de tres minutos en llegar. Para ese momento, la mujer ya estaba
muerta. El oficial subió. El cadáver de la chica estaba en el suelo, pero Pablo lo
pateaba con furia.

“¡Tírate al piso!”, le ordenó el policía. Amín lo miró desde sus dos metros,
desnudo, ensangrentado, agitado. A sus pies estaba el cuerpo destrozado. “¡Tírate
al piso, mierda!”, repitió el policía y sacó el arma. Pablo se puso de espaldas, se
arrodilló y luego se tiró al piso. Pablo entonces gritó, desde el suelo: ““No me
mate, señor policía; por favor, no me tire”. A los cinco minutos llegaron más
policías y lo esposaron. “Por favor, oficial, júnteme los riñones y el hígado”, pidió.
“¡Quiero agua! ¡Esto fue emoción violenta, estoy loco! ¡Estoy loco y soy
inimputable! El ascensor... ¡el ascensor no andaba! ¡Quiero agua, tengo el anillo
en la garganta! Denme agua, y el Señor los va a perdonar. Quiero H2O. Quiero
agua. ¡Tengan misericordia!” Uno de los agentes recordaría: “Unos huéspedes
que habían llegado a filmar un documental se acercaron a ver qué pasaba. Uno de
ellos empezó a vomitar”. Lo trasladaron al hospital, donde le administraron tres
tranquilizantes por vía intravenosa. Pero él seguía gritando, ante la mirada de
asombro de médicos y policías. El arma con que le arrancó los ojos a su mujer
nunca apareció. No pudo tirarla por el inodoro, porque no encontraron sangre en
el baño. Si la arrojó por la ventana, lo hizo desde la cama y la policía no la halló
donde debería haber caído. Se sospechó que la podría haber entregado a los huéspedes de la habitación 513, donde estaban Walter Cancino y su esposa. Ellos
dijeron que no escucharon nada.
Horas después, mientras los tucumanos votaban en la elección que consagró a
Cristina Fernández como presidenta, el comentario de los ojos arrancados no faltó
en ninguna de las mesas electorales. Los policías que trabajaron en los comicios
difundieron la noticia antes de que saliera en los periódicos. Los estudios médicos
determinaron que Amín tenía un elemento circular perfecto en el estómago: se
había tragado el anillo de matrimonio. Luego del crimen, lo llevaron al Hospital
Psiquiátrico Obarrio, donde leía la Biblia y dormía encerrado cuando tenía ataques
violentos. Ningún familiar de Pablo se presentó en los Tribunales Penales para
ponerse al tanto de la situación procesal del imputado, quien permaneció sedado
y bajo custodia policial en el hospital. Estuvo ahí hasta que la justicia decidió que
debían llevarlo a una cárcel común. Pablo Amín quedó encerrado junto a los
veinticinco delincuentes más peligrosos de la provincia argentina, en la Unidad
número 9 de Máxima Seguridad, en el Penal de Villa Urquiza.

La junta médica determinó que no estaba loco. “Lo tienen como a Hannibal
Lecter”, diría su abogado. “Nosotros exigimos un nuevo análisis. No se tomaron
en cuenta los actos incoherentes que hizo Pablo antes del crimen. Además, la
junta médica está integrada por mujeres y se impresionaron por la violencia del
caso. Y otra cosa: cargan con la piedra de la condena social. Y es más fácil
determinar que estaba bien, que es un asesino y no un loco. No es así. Pablo
actuó fuera de sí. Es inimputable”.


Por su parte, el abogado de la familia de María Marta argumentó que Pablo Amín
jamás pudo haber actuado en medio de una “emoción violenta”, por la manera en
que sucedió el crimen. “Se hizo pasar por loco, pero se acordaba de todo lo que
había hecho con lujo de detalle. Una persona que actúa fuera de sí, como un loco,
no tiene la habilidad para arrancarle los ojos a alguien como un cirujano experto.
Todo lo que hizo desde la tarde del sábado estuvo montado. Lo que hizo con el
cuerpo de su mujer fue un circo para que pensaran que estaba fuera de sí, cuando
por el contrario, actuó con total frialdad”.

Según esta versión, Pablo tenía celos de Walter Cancino. Había planeado matar a
su esposa ese día. Por eso montó un siniestro plan de asesinato: un simulacro de
locura para quedar impune ante la justicia, y así poder destazarla a gusto. Poco
después del crimen, a las cuentas de correo electrónico de los periodistas
tucumanos llegaron las fotos de María Marta desnuda, posando para la cámara
sobre una cama. Nunca fueron publicadas.

Un año después, el juicio se llevó a efecto. Pablo Amín, custodiado por tres
policías, caminó por los pasillos de los Tribunales. Silbaba y miraba hacia arriba.
Un periodista de televisión le puso el micrófono frente a la cara: “Quiero pedir
perdón por lo que hice. A la familia de mi señora y a la sociedad. Lo que hice es
algo gravísimo. Pero primero y principal quiero decir que las visitas reciben mal
trato en la unidad penitenciaria. No más declaraciones”. Luego entró a la sala.
Vestía una camisa remangada hasta los codos, por arriba de las mangas del saco.
No llevaba corbata. Le quitaron las esposas y se sentó frente al estrado, presidido
por Emilio Herrera Molina, un juez de cabello y barba blancos

El juez le preguntó: “Señor Pablo Antonio Amín, ¿en qué trabaja?” Respondió:
“Empresario, businessmen, management. Dueño del Bayern Munich. Dueño de
una empresa de Herbalife”. Quince peritos analizaron el estado mental de Amín,
de los cuales trece afirmaron que fue consciente en el momento del asesinato.
Los jueces de la Sala II de la Cámara Penal lo encontraron culpable en 2009.


La foto final en la Catedral la compró el periódico El Siglo tres días después. “Sé
que valía mucho más, pero bueno, agarré la primera oferta”, se lamenta Amante,
ahora que sabe que fue la última foto con vida de la víctima del crimen más
escalofriante que tuvo la provincia. En septiembre de 2011, la Corte Suprema de
Justicia de la Nación ratificó la reclusión perpetua para Pablo Antonio Amín, por
el delito de homicidio agravado por ensañamiento contra su esposa María Marta
Arias. Pablo Amín consiguió luego a una admiradora, que quería visitarlo en
prisión porque estaba enamorada de él. En la cárcel, aprendió a tocar el violín.
Protestó porque le negaron la posibilidad de estudiar Derecho en la Universidad
Nacional de Tucumán. María Olga Alonso, la madre de la víctima, dijo que había
dejado de rezar y comulgar, porque le deseaba la muerte al asesino de su hija.
En 2008, en la Cumbre del Mercosur, siete presidentes sudamericanos debatieron
en Tucumán y se alojaron en el hotel Catalinas Park, donde ocho meses antes
había ocurrido la noche sangrienta. A Hugo Chávez lo mandaron al quinto piso.
Una de las dos habitaciones que ocupó fue la 514, donde Pablo Amín le sacó
cuidadosamente los ojos a su mujer mientras aún vivía. Para la llegada
presidencial cambiaron la alfombra de la habitación, el colchón y una
lámpara. “Chávez nunca se enteró dónde había estado. Nosotros nos quedamos
calladitos. Como siempre. En el hotel no se habla del crimen. Hay empleados que
vieron esa noche a Amín y quedaron bloqueados. No les sale ni una palabra
cuando se les pregunta. Y menos iban a comentarlo delante de los venezolanos”,
afirmó una empleada.


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